«Se acabó, ¡se acabó!», sonreía Greta Zimmer Friedman mientras salía corriendo del consultorio hacia Times Square. Ahí, otros miles ya habían improvisado una fiesta monumental que los unía como nunca. Era el 14 de agosto de 1945.
«¡Se acabó!», recordaban los miles entre lágrimas, cervezas y abrazos de desconocidos.
Gritos, música, aplausos y de repente una mano que lo silenció todo.
Fue en medio de esa algarabía cuando Greta sintió esa mano que le rodeaba la cintura mientras con fuerza el otro brazo la apretaba y giraba para acercarla al rostro del decidido marinero, que en un arrebato de espontánea gratitud, la besó sin su permiso.
La besó solo unos instantes.
Pero la besó para siempre.
Y no era para menos.
Después de 6 años, más de 20 países involucrados, más de 40,000 campos de concentración, 2 bombas atómicas y más de 70 millones de muertos, el mundo, nuestro mundo, finalmente estaba en paz.
«Con su ayuda lograremos mantener la paz y prosperidad para nosotros y para todo el mundo en los años que están por venir», había dicho más temprano el entonces presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, al terminar el anuncio oficial de la rendición de Japón que significaba el fin último al peor evento bélico en la historia de la humanidad: La Segunda Guerra Mundial.
Ese anuncio del presidente se escuchó diferente: se pareció a la melodía que el mar nos regala para recordarnos que todo sigue en su lugar.
Nunca antes se había anhelado un mar como ese.
Y nunca hubiéramos conocido esta historia de no ser por Alfred Eisenstaedt, quien oportuno y atento, estuvo en el momento y lugar exactos del beso que sellaba el final de la guerra. Este fotógrafo capturó la imagen que una semana más tarde sería la portada de la revista Life y desde entonces, no dejaría de darle la vuelta al mundo.
Una repentina historia a la que Greta no dio permiso.
Y es que así pasa con las historias emergentes: no nos avisan, no necesitan nuestro consentimiento, suceden con y a pesar de nosotros y a veces solo nos toca dejar que ocurran y agradecer por estar ahí.
«Fue un momento muy breve, la verdad, todos mis recuerdos de los heridos siendo sanados por esas enfermeras me vinieron a la mente», recuerda George Mendonsa, el atrevido marinero.
Tanto él como Greta coincidieron al decir que más que un acto de romance, ese fue un beso lleno de alivio, fiesta y significado.
Significado como la reconciliación del mundo.
La conmemoración de la humanidad.
El ímpetu por la concordia.
«Se acabó, ¡se acabó!», eran los versos de celebración en Nueva York.
Era 1945 y apenas estábamos terminando de tocar fondo como humanos.
Era 1945 y el mundo apenas se iba a reconstruir.
Una persona a la vez.
Hoy, esa memoria del beso existe para que nunca más olvidemos el valor de la unión, la paz y la celebración de la vida. También para estar atentos y ser parte de la repentina historia que llega sin avisarnos y sin pedirnos permiso para cambiarlo todo de una vez y para siempre.