A un minuto de haber terminado, mis piernas son como las de un niño aprendiendo a caminar, frágiles y a punto de desplomarse en cualquier momento. En un gesto solidario me dice otro corredor “estoy igual que tú”.
Correr un maratón es llevar el cuerpo al límite físico. Lo ha sido las tres veces anteriores y también lo fue la cuarta. No hay otro registro de experiencia en la que le exija a mi cuerpo a ese nivel, me gusta porque me hace consciente de mis capacidades como humano.
En septiembre del año pasado decidí que el maratón de este año sería en Barcelona, aprovechando que se presentaba la oportunidad de venir a estudiar acá. Sabía a lo que venía, pero esta vez venía decidido a mejorar una marca. Te pone mucha presión querer hacer una buena carrera, todos estamos en la búsqueda de mejorar un tiempo, terminar sin “tronarte” o correr a un ritmo más rápido y constante.
Después de 2 geles de energía, más de 10 botellas de agua que me tiré encima para refrescarme y un folio de corredor a punto de caerse y que tuve que sujetar a mi cinturón de almacenamiento, estaba arrepentiéndome de haberme inscrito a esto. Siempre lo hago en un punto, y aunque es mínima, una señal de progreso es que ese punto cada vez tarda más en llegar, esperando que en algún maratón en el futuro ya no llegue.
Estábamos terminando de atravesar una parte muy alentadora del recorrido, la playa de la ciudad; y por entrar a la parte más retadora, una cuesta arriba muy sutil de más de 2 kilómetros por la calle Paral-lel.
Muchas de las caras sonrientes que iniciaron la carrera ahora reflejan dolor y fatiga incluyendo la mía. Las piernas tiemblan, los calambres surgen y empiezo a ver compañeros deteniéndose a hacer estiramientos o en puntos de rehabilitación física rociándose spray frío sobre las pantorrillas.
Empiezo a pensar que yo también debería pararme…pero no.
Mi mente me dice “no entrenaste para pararte, ni a medio maratón ni al kilómetro 39 ni a 100 metros de la meta”. Mi único motor es el recuerdo de los días de entrenamiento y todos desembocan en este punto en el que me encuentro ahorita.
Cruzo la meta, como una naranja, una mandarina, un plátano, y tomo una bebida isotónica y una botella de agua en menos de 10 minutos. Hago las fotos del recuerdo y vámonos a comer.
Ya por la tarde, compartiendo y reflexionando sobre los momentos destacables de la carrera con mi amigo Lamán Estrada que también la corrió y por cierto hizo un tiempazo. Llego a la conclusión de que entrenar el cuerpo es clave, pero entrenar la mente lo es más. Nadie te dice cómo hacer “sentadillas para fortalecer la mente” o “sprints para acelerar tu motivación”. Pero son esos últimos kilómetros donde las piernas le pasan la estafeta a tu mente para que termine la carrera.
Sea lo que sea que te inspire a correr un maratón o cualquier carrera, asegúrate de tenerlo presente todos los días y hazlo tu combustible en ese gran día. Porque por más geles de energía que te des, lo que te hará cruzar la meta no es algo que lleves en los bolsillos de tus shorts, lo llevas en tu cabeza.