Sobresalían el abuelo y su nieta entre tantísima gente. Bajaban las escaleras con calma, haciendo pequeñas pausas mientras el anciano le explicaba algo a la niña para luego continuar con el descenso.
Al llegar al último escalón, el abuelo tomó una flor y se la dio a la pequeña. Le contó de aquella ocasión cuando su maestro le mostró una flor a él y sus compañeros para pedirles que dijeran algo acerca de ella. Todos la observaron con ojos confiados y apresurados por expresar sus ideas.
Uno de ellos creó un poema.
Otro una parábola.
Algún otro, una canción.
Uno de plano elaboró un argumento filosófico, todos tratando de superar a los demás.
Finalmente llegó el turno del hoy anciano, quien solo miraba la flor, sonriendo y sin decir nada.
Su maestro se acercó orgulloso para regalarle la flor y decirle: “bien has hecho, solo tú has visto la flor”.
La niña hizo una cara como la que haces cuando ves un rayo por primera vez. Recibía la flor de su abuelo con sus manos y en su corazón recibía la belleza del mundo que ahora disfruta con entereza.
A mí me alcanzó algo de esa enseñanza que me hizo detenerme, dejar de tomar fotos con tanta prisa y comenzar a ver la flor, la niña y el palacio, la gente y la historia que me estaba siendo otorgada; mientras el abuelo y la niña continuaban viendo el mundo con los ojos que a todos nos hacen falta.