Fieles a la inútil costumbre de cada jueves estábamos enfrascados en una eterna discusión sobre política, religión, futbol y hasta los chismes del momento
Los más listos del grupo esperaban el momento ideal para aplastar los argumentos de los demás. Pero la verdad es que la mayoría (y me incluyo) discutía de forma tan vaga que la conversación se hacía un vicio improductivo pero adictivo. Porque siendo honestos, nos hacemos adictos a estas discusiones con todo y chismes.
Y ahí entre nosotros pero distante como un emperador que observa las batallas de gladiadores en el coliseo, se distinguía don Marco.
Este señor de tez morena y abundante barba tendrá unos 70 años y se viste siempre elegante y sobrio. Casi no había platicado con él porque lo creía muy serio, hasta que esa noche le noté algo y quise saber qué era. Me llamó la atención que mientras todos decíamos disparates don Marco intervenía muy poco, respondiendo solo algunas de las escasas preguntas objetivas que se formulaban, porque las necias las ignoraba o las contestaba todas con un chiste, como yéndose por la tangente.
Don Marco se la pasó cruzado de piernas y tranquilo, observando el espectáculo mientras disfrutaba repetidamente de una taza de café y yo trataba de descifrar el origen de su actitud.
En sus contadas intervenciones se le notaba lo culto por lo acertado de sus comentarios, poniendo fin al debate y lanzando una pregunta nueva para detonar otra conversación; era como si se divirtiera al hacernos hablar sin llegar a nada (como la vez que nos preguntó si conocíamos la verdadera historia de La Guerra Cristera). Empecé a notar otras cosas como el hecho que nunca alzó la voz ni pretendió la admiración del grupo.
Justo cuando el reloj apuntó las 10 en punto se levantó para despedirse detenidamente de cada uno de nosotros con una frase de cortesía, mientras yo como anfitrión lo esperaba para acompañarlo a la salida.
Esos minutos de espera sirvieron para que me cayera el veinte y preguntarle así sin previo aviso: —Oiga don Marco, lo vi participativo pero sin engancharse en las vanas discusiones, sus intervenciones fueron como seleccionadas y elegantes, nunca cayó en la trampa del ego… ¿Cómo le hace?¿A qué se debe la prudencia?— Le abría la puerta a la expectativa de sabrá-dios-que-respuesta.
—¡Hasta que alguien se da cuenta!— respondió Don Marco mientras reía y tomaba su boina.
—Mira chamaco, hace tiempo leí un proverbio árabe que me hizo tanto sentido que lo adopté como propio y va más o menos así: «Si lo que vas a decir no es mejor que el silencio, mejor quédate calladito y deja que los demás te diviertan con su espectáculo». Los años le han dado la razón a esta idea y yo he decidido disfrutarla, la verdad es que contribuye a que todos pasemos un buen momento. Está en ti decidir cuales batallas pelear. Pero bueno, me voy porque tengo mucha hambre y parece que ustedes se alimentan de puras discusiones. Mínimo hubiéramos celebrado el delicioso ritual de la carne asada, ¡mínimo!—.
Se despidió mientras reía por la broma recién hecha y yo me quedé pensando en todas las veces que he hablado solo porque tengo boca sumando al ruido de estupideces y tirando ideas solo para verme interesante (según yo, en mi mente).
También me hizo pensar que las marcas a veces no tienen nada interesante que comunicar y aún así llenan sus redes con contenido que a nadie interesa.
Al final me quedé pensando en todo lo que le voy a preguntar en la carne asada que ya estoy organizando. La verdad solo voy a invitar a un par de amigos porque solo así se aprovecha a gente tan valiosa como don Marco: desde afuera del coliseo.