Cada mañana era especial para el chef que se despertaba emocionado para imaginar el menú del día. Con peculiar cuidado seleccionaba los ingredientes necesarios para cocinar sus platillos. Un proceso artesanal que tenía su recompensa en una pasta con sabor a la verdadera Italia.
El restaurante le gustó a varios comensales que lo recomendaron a varios más, al punto que el chef y su equipo se encontraron saturados de un día para otro.
Los platillos se tenían que preparar más rápido y mantener el mismo nivel de calidad. El chef no estaba listo para facturar ni para ofrecer reservaciones en línea. De tal forma que tuvo que apartar tiempo para organizar cada actividad administrativa, contable, fiscal, publicitaria, logística y otras más que fueron saliendo en la marcha.
Hasta que un viernes el chef se dio cuenta que su ropa no olía a tomate ni a harina. Le cayó el veinte que pasó toda la semana en vueltas de negocios y se sintió lejos de su sueño.
Sus manos extrañaban jugar con la pasta.
Sus comensales también.
Se alejó tanto del restaurante que sus clientes y su equipo decidieron hacer lo mismo.
El pobre chef tuvo que cerrar.
Pasaron ya un par de meses y hoy comienza un nuevo proyecto, con nuevas recetas y nuevo local. Se ha prometido a sí mismo jamás volver a caer en el error de separarse de lo que mejor sabe hacer, de lo que tanto disfruta, porque él y la pasta son un binomio perfecto que no debe romperse.
Sus antiguos comensales esperan con ansias.