“No se nos permite tener nuestra propia opinión. La gente quiere que mantengamos la boca cerrada, pero eso no te impide tener tu propia opinión. Todo el mundo debe poder decir lo que piensa”.
Interesantes palabras del Diario de Ana Frank. Ese libro que narra en primera persona como vivió una familia judía el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Una historia que te genera una empatía inmediata al ser contada con la voz de una niña de 14 años.
Un libro que en estos días ha generado polémica.
Resulta que al cumplirse 70 años del fallecimiento de Ana, el libro debería ser del dominio público, si ella fuera la autora. Pero la Fundación de Ana Frank hizo una movida para mantener los derechos por otros 34 años: aceptó que el padre de Ana, Otto Frank, fue co-autor del libro. Y como Otto falleció en 1980, los derechos les pertenecerían hasta el 2050.
Esto tiene implicaciones serias, ya que desde hace tiempo existía el rumor que el libro lo había escrito Otto y no su hija Ana.
De tal forma que la fundación claramente mintió: lo hizo en estos días para mantener los derechos o lo había estado haciendo antes al negar la autoría de Otto.
¿Importa que Ana Frank no haya escrito su diario?
En lo personal creo que no.
Y es que de inmediato se me vienen a la mente obras clásicas como Las Mil y Una Noches, El Cantar del Mío Cid y La Epopeya de Gilgamesh, cuyos autores permanecen ocultos en el misterio.
“Las historias toman fragmentos de realidad y a través de la magia de la transportación emocional, los llevan a una verdad mucho más grande de lo que los hechos por sí solos podrían hacer… El contar historias es agnóstico a los mensajes, valores y creencias transportados en las historias. Como un carro o una bicicleta, es un vehículo al que no le importa quien lo maneja o la carga que trae” – Tell to Win, Peter Guber.
Veo irrelevantes la veracidad histórica del texto y la identidad del autor.
Importan los instantes que la lectura nos regala: anécdotas o fábulas, nos provocan las mismas emociones.
Importa si hicimos de esa historia una aventura propia, permitiendo que sus enseñanzas mejoren nuestra realidad.
Al final de cuentas, todo el mundo debe poder decir lo que piensa, aunque sea a través de la voz de una niña de 14 años.